La Revolución Americana no fue un acontecimiento corriente. Sus efectos y
consecuencias ya han resultado colosales para una gran parte del Globo
¿Y cuándo y dónde van a cesar? Para ver los significados y alcance de la Revolución americana, vamos a leer una carta dirigida a Carta a H. Niles, con fecha de 13 de febrero de 1818. Su autor es John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos entre 1797 y 1801. El 4 de julio de 1826
falleció a los 90 años, el mismo día del 50º Aniversario de la
Declaración de Independencia. Ese mismo día, horas antes, había muerto Thomas Jefferson. Paradójicamente, las últimas palabras de John Adams fueron: Thomas Jefferson está vivo.
Johns Adams Thomas Jefferson
¿Pero qué significa para nosotros la Revolución Americana? ¿Nos
referimos a la Guerra Americana? La Revolución se llevó a cabo antes de
que comenzara la Guerra. La Revolución estaba en las mentes y los
corazones de la gente, era un cambio en sus sentimientos religiosos
acerca de sus labores y obligaciones. Mientras se creyó que el Rey, y
toda autoridad que de él dimanaba, gobernaba con justicia y piedad, de
acuerdo con las leyes y la constitución derivada del Dios de la
naturaleza y a él transmitida por sus antecesores, se sentía una
obligación de orar por el rey y la reina, y todas las autoridades, como
los ministros de Dios, lo hacían por su bien; pero cuando vieron que
esos poderes renunciaban a todos los principios de autoridad y se
inclinaban por la destrucción de toda seguridad en sus vidas, libertades
y propiedades, pensaron que era su obligación orar por el congreso
continental, los trece congresos estatales, etc.
Pudo
haber y hubo otros que pensaron menos en la religión y la conciencia,
pero que tenían ciertos sentimientos habituales acerca de la lealtad
derivados de su educación, que creían que la lealtad y la protección
deben ser recíprocos y pensaron que cuando la protección desapareció, la
obligación de lealtad también lo hizo.
Otra
alteración fue común a todos. La gente de América ha sido educada
habitualmente en un cariño hacia Inglaterra, como su madre patria, y
mientras pensaron en ella como una madre cariñosa y tierna (aunque
bastante erróneamente, puede que nunca fue una madre de este tipo) no
pudo haber un afecto más sincero. Pero cuando encontraron en ella una
cruel bruja, que deseaba como Lady Macbeth “estrellarle los sesos” no
sorprende que sus afectos filiales desaparecieran y se sustituyeran por
indignación y horror.
Este cambio radical en los principios, opiniones, sentimientos y afectos de la gente fue la auténtica Revolución Americana.
Pero
lo que significa esta grande e importante alteración en el carácter
religioso, moral, político y social de la gente de trece colonias, todas
distintas, desconectadas e independientes entre sí, lo que se comenzó,
se persiguió y consiguió, es sin duda interesante para la humanidad que
sea investigado y perpetuado para la posterioridad.
Para
este fin, sería deseable que los jóvenes letrados de todos los Estados,
especialmente de los trece originales, se pusieran a la laboriosa, pero
sin duda interesante y entretenida tarea de buscar y recopilar todos
los documentos, panfletos, periódicos e incluso octavillas que hayan
contribuido en alguna forma a cambiar el humor y la perspectiva de la
gente y les impulsó hacia una nación independiente.
Las
colonias han crecido bajo constituciones de gobierno muy diversas, hay
una gran variedad de religiones, están compuestas por naciones muy
diferentes, sus costumbres, educación y hábitos se parecen poco y sus
interrelaciones han sido tan escasas y su conocimiento entre sí tan
imperfecto, que unirlas en los mismos principios teóricos y el mismo
sistema de acción, era ciertamente una muy difícil empresa. Su absoluto
cumplimiento en un periodo de tiempo tan corto y mediante el uso de
medios tan simples fue posiblemente un ejemplo único en la historia de
la humanidad. Se hizo sonar a la vez trece relojes –una perfección
mecánica que ningún artista había realizado hasta entonces.
En esta investigación, la gloria de personalidades individuales y de los distintos Estados es de poca importancia. Los medios y las medidas
son los objetos adecuados de investigación. Éstos pueden usarse para la
posterioridad, no sólo en esta nación, sino en Sudamérica y en todos
los demás países. Pueden enseñar a la humanidad que las revoluciones no
son insignificantes, que nunca deben iniciarse temerariamente, ni
tampoco sin consideración ponderada ni reflexión serena, ni tampoco sin
una base sólida, inmutable y eterna de justicia y humanidad, ni sin
gente que posea la inteligencia, fortaleza e integridad suficientes para
llevarlas a cabo con serenidad, paciencia y perseverancia, a través de
todas las vicisitudes de la fortuna, las fieras dificultades y los
tristes desastres que puedan tener que afrontar.
El
pueblo de Boston instauró pronto una plegaria anual el 4 de julio, en
conmemoración de los principios y opiniones que contribuyeron a producir
la revolución. He escuchado muchas de estas plegarias y he leído todas
las que he podido obtener. Aparece mucha ingenuidad y elocuencia en cada
uno de los asuntos, excepto cuando tratan de esos principios y
opiniones. La de mi honrado y amigable vecino, Josiah Quincy, me parece
que es la que apunta más directamente al propósito de la institución.
Dichos principios y opiniones deben remontarse a doscientos años atrás y
encontrarse en la historia del país desde las primeras plantaciones en
América. Tampoco deberían olvidarse los principios y opiniones de
ingleses y escoceses hacia las colonias durante todo este periodo. La
perpetua discordancia entre los principios y opiniones británicos y los
de América, al año siguiente de la supresión del poder francés en
América, cayeron en una crisis y produjeron una explosión.
No
fue hasta después de la aniquilación de dominio francés en América que
algún ministro británico se atreviera a gratificar sus ambiciones y el
deseo de de la nación, proyectando un plan formal para crear un impuesto
nacional a América a través de una tasa aprobada parlamentariamente. La
primera manifestación importante de este proyecto se realizó mediante
la orden de llevar a cabo mediante estrictas ejecuciones aquellas actas
del Parlamento, que son bien conocidas por el nombre de actas de comercio, que han generado letra muerta sin ejecutar durante medio siglo y en algunos casos, creo que por cerca de un siglo entero.
Esto
produjo, en 1760 y 1761, un despertar y un renacimiento de los
principios y opiniones americanos, con un entusiasmo que fue
incrementándose hasta que, en 1775, irrumpió como violencia abierta,
hostilidad y furia.
Los personajes más conspicuos,
los más ardientes e influyentes de este renacimiento, de 1760 a 1766,
fueron, en primer lugar y principalmente, antes y por encima de todos,
James Otis, junto a él estuvo Oxenbridge Thatcher, junto a él, Samuel
Adams, junto a él, John Hancock, después el Dr. Mayhew, después el Dr.
Cooper y su hermano. De la vida de Mr. Hancock, de su carácter, su
generosa naturaleza, sus grandes y desinteresados sacrificios y sus
importantes servicios, si tengo fuerzas, me gustaría escribir un libro.
Pero esto, espero, lo hará alguna mano más joven y más hábil. Mr.
Thatcher, cuyo nombre y méritos son menos conocidos, no debe ser
olvidado en absoluto. Este caballero fue un eminente abogado, con tanta
experiencia como el que más en Boston. No había ciudadano en ese pueblo
más generalmente querido por su conocimiento, ingenuidad, todas las
virtudes domésticas y sociales y su correcta conducta en cada aspecto de
la vida. Su patriotismo era tan ardiente como sus progenitores eran
ilustres y respetados en este país. Hutchison decía a menudo, “Thatcher
no nació plebeyo, pero está decidido a morir como uno”. En mayo de 1763,
creo, fue elegido por el pueblo de Boston como uno de sus
representantes en la legislatura, siendo colega de Mr. Otis, que había
sido miembro desde 1761, y continuó siendo reelegido anualmente hasta su
muerte en 1765, cuando Mr. Samuel Adams fue nombrado para ocupar su
lugar. En ausencia de Mr. Otis, acudió al Congreso de Nueva York.
Thatcher se había mostrado envidioso de la ilimitada ambición de Mr.
Hutchinson, pero cuando encontró que éste, no contento con el puesto de
Gobernador, con el mando de la plaza y emolumentos, con el de Juez del
Condado de Suffolk, con un escaño en el Consejo de su Majestad en la
Legislatura, con su cuñado como Secretario de Estado por designación del
rey, con un hermano de este Secretario de Estado como Juez de la Corte
Suprema y miembro del Consejo, ahora, en 1760 y 1761, solicitaba y
obtenía el puesto de Justicia Mayor de la Corte Suprema de la
Judicatura, concluyó, igual que Mr. Otis y como haría cualquier otro
amigo informado de este país, que lo que veía era una administración con
el deliberado propósito de fallar todas las causas a favor del
ministerio en St. James y su servil Parlamento.
Su
indignación contra él desde este momento hasta 1765, año de su muerte,
no tuvo más límites que la verdad. Hablo con conocimiento de causa.
Puesto que, de 1758 a 1765 acudí a cada corte superior e inferior de
Boston y no recuerdo ninguna ocasión en la cual no me invitara a su
hogar a pasar la tarde con él, cuando me hacía conversar con él lo mejor
que podía, sobre todos los aspectos de religión, moral, derecho,
política, historia, filosofía, bellas artes, teología, mitología,
cosmogonía, metafísica –Locke, Clark, Leibniz. Bolingbroke, Berkeley-,
la armonía preestablecida del Universo, la naturaleza de la materia y el
espíritu y el eterno establecimiento de coincidencias entre sus
operaciones, el destino, la predestinación y razonamos acerca estos
inacabables asuntos tan elevados como la gente de Milton en el
pandemónium, y los comprendíamos tan bien como ellos, aunque no mejor. A
estos terribles misterios él añadía las noticias del día y los
cotilleos del pueblo. Pero su materia favorita era la política y el
pendiente y temible sistema de tasación parlamentario y gobierno
universal de las colonias. Este asunto le ponía tan nervioso y agitado,
que no tengo duda de que fue la causa de su muerte prematura. Desde el
momento en que discutió la cuestión de los mandatos de asistencia a su
muerte consideró que el rey, los ministros, el parlamento y la nación de
Gran Bretaña estaban determinados a remodelar las colonias desde sus
cimientos, a anular todos sus fueros, a constituir en ellos gobiernos
reales para obtener beneficios de América mediante impuestos del
Parlamento, para aplicar esas ganancias a pagar los salarios de
gobernadores, jueces y otros oficiales de la corona y después de esto,
obtener tanto beneficio como pudieran para aplicarlo a propósitos
nacionales en el Tesoro de Inglaterra, y más adelante establecer obispos
y toda la estructura de la Iglesia de Inglaterra, diezmos incluidos, a
través de toda la América británica. Este sistema, decía, si se le
permite prevalecer, extinguiría la llama de la libertad en todo el
mundo, y América se emplearía como una máquina para aplastar todos los
diminutos restos de libertad en Gran Bretaña e Irlanda, donde sólo
quedaría una apariencia de ella. Consideraba enteramente fieles a este
sistema a todos los Hutchinsons, los Olivers y sus conexiones,
dependientes, adheridos, lamebotas, etc. Afirmaba que todos ellos
estaban comprometidos con los oficiales de la Corona en América y los
subordinados del Ministerio en Inglaterra, en una profunda y traicionera
conspiración para suprimir las libertades de su país, para sus propios
engrandecimiento privado, personal y familiar. Sus filípicas contra la
ambición y avaricia sin principios de todos ellos, pero especialmente de
Hutchinson, eran desenfrenadas, no sólo en conversaciones privadas y
confidenciales, sino en cualquier compañía y ocasión. Dio a Hutchinson
el sobrenombre de “Summa Potestatis”, y raramente la mencionaba si no
era con el nombre de “Summa”. Su libertad de expresión no era un secreto
para sus enemigos. Me he preguntado muchas veces por qué no fue
expulsado de los tribunales, como hicieron poco después con el mayor
Hawley. Aunque le odiaban más que a James Otis o Samuel Adams, y le
temían más, porque no tenían posibilidad de acusarle de afán de revancha
por la decepción de su padre por no obtener un puesto superior, como
hicieron con Otis, el carácter de Thatcher a través de su vida fue tan
modesto, decente y comedido, su moral tan pura y su religiosidad tan
reverente que no se atrevieron a atacarle. En su despacho se formaron
para actuar en los tribunales dos eminentes personalidades, el juez
Lowell y Josiah Quincy, apropiadamente llamado “el Cicerón de Boston”.
El cuerpo de Mr. Thatcher era delgado y de constitución delicada; ya sea
porque sus médicos sobrecargaron sus vasos sanguíneos de mercurio
cuando sufrió la viruela o porque se vio sobrepasado por las
preocupaciones y esfuerzos públicos, la viruela le dejo en un estado de
debilidad del que nunca se recuperó. Poco antes de su muerte envió por
mí para que me hiciera cargo de algunos asuntos en el tribunal. Le
pregunté si había visto las resoluciones de Virginia: “¡Oh, sí! ¡Qué
hombres! ¡Son espíritus nobles! Me mata pensar en el letargo y la
estupidez que prevalecen aquí. Deseo estar fuera. Quiero salir. Quiero
salir. Iré a la corte y haré un discurso que será leído después de mi
muerte, como mi último testimonio contra esta infernal tiranía que nos
están trayendo”. Viendo la violenta agitación que le producía, intenté
cambiar de tema lo antes posible y me retiré. Estuvo sin salir durante
algún tiempo. Si se hubiera encontrado fuera entre la gente, no hubiera
protestado de esa forma tan dramática acerca del “letargo y la estupidez
que prevalecen”, puesto que el pueblo y el país estaban vivos, y en
agosto se mostraron suficientemente activos, y algunos cometieron
injustificados excesos, que son más lamentados por los patriotas que por
sus enemigos. Mr. Thatcher murió pronto, lo que fue profundamente
lamentado por todos los amigos de su país.
Otro
caballero que tuvo una gran influencia en el inicio de la Revolución fue
el Doctor Jonathan Mayhew, descendiente del antiguo gobernador de
Martha’s Vineyard. Este reverendo se había ganado una gran reputación
tanto en Europa como en América mediante la publicación de un volumen de
siete sermones durante el reinado de Jorge II, en 1749, y por muchos
otros escritos, particularmente un sermón de 1750, del 30 de enero,
acerca de la obediencia pasiva y la no resistencia, en el cual se
consideran la santificación y el martirio del rey Carlos I, adornados
con un ingenio y sarcasmo superiores a los de Swift o Franklin. La leyó
todo el mundo, siendo celebrado por los amigos y denigrado pro los
enemigos. Los reinados de Jorge I y Jorge II, los de los Estuardo, los
dos Jaime y los dos Carlos resultaron una desgracia general para
Inglaterra. En América siempre se han considerado con aborrecimiento.
Las persecuciones y crueldades sufridas por sus ancestros durante estos
reinados habían sido transmitidas por la historia y la tradición, y
Mayhew pareció levantarse para revivir todas sus animosidades contra la
tiranía, en la Iglesia y el Estado, y al mismo tiempo para destruir su
intolerancia, fanatismo e incoherencia. No había aparecido todavía la
convincente, elegante, fascinante y falaz apología de David Hume, en la
que disimulaba los crímenes de los Estuardo. Para describir el carácter
de Mayhew haría falta escribir una docena de volúmenes. Su genio
trascendente se transmite a la totalidad de su país en 1761 y se
mantiene allí con su celo y ardor hasta su muerte, en 1766. En 1763 se
inicia la controversia entre él y Mr. Apthorp, Mr. Caner, el Doctor
Johnson y el Arzobispo Secker, sobre el fuero y la conducta de la
Sociedad de Propagación de la Palabra de Dios en el Extranjero. Para
hacerse una idea de este debate, les ruego que se dirijan hacia una
revisión completa, impresa en ese momento y escrita por Samuel Adams,
aunque algunos de una forma absurda y equivocada, la atribuyen a Mr.
Apthorp. Si no me equivoco, se descubrirá un modelo de candor,
sagacidad, imparcialidad y, en fin, de razonamiento correcto.
Si
algún caballero supone que esta controversia no supone nada para el
presente propósito, está tremendamente equivocado. Extendió una alarma
general contra la autoridad del Parlamento. Provocó una prevención justa
y generalizada que los obispos y las diócesis, y las iglesias, y los
sacerdotes, y los diezmos nos fueran impuestos por el Parlamento. Se
sabía que ningún rey, ni ministro, ni arzobispo podría nombrar obispos
en América sin un acto de Parlamento, y si el Parlamento pudiera
establecernos impuestos, podría establecer la Iglesia de Inglaterra, con
todos los credos, artículos, criterios, ceremonias y diezmos y prohibir
otras iglesias, como fuentes de sectarios o cismáticas.
Tampoco
debe olvidarse a Mr. Cushing. Su buen sentido y sólido juicio, la
urbanidad de sus maneras, su buen carácter general, sus numerosos amigos
y conocidos y su continuo trato con todo tipo de gente, añadido a sus
constante adhesión a las libertades de su país, le proporcionó y una
gran y saludable influencia desde los inicios de 1760.
Permítame
recomendar estas pistas a la consideración de Mr. Writ, cuya “Vida de
Mr. Henry” he leído con sumo placer. Pienso que después de una
investigación seria se convencerá de que Mr. Henry no “dio el primer
impulso al baile de la independencia”, y que Otis, Thatcher, Samuel
Adams, Mayhew, Hancock, Cushing y miles de otros estuvieron trabajando
durante bastantes años antes de que el nombre de Henry fuera escuchado
más allá de los límites de Virginia.
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